Por Horacio Dall'Oglio
Era viernes a la tarde y estaba solo en la estancia, en Armostong.
Toda la guriseada se había ido a la casa del Efraín a jugar a la Play 3, inclusive
el Eulogio, un grandulón de treinta y ocho años, porque al parecer ya habían
conseguido la actualización con Vilanova como director técnico del Barcelona,
en reemplazo del Pep Guardiola, y querían probarlo. Ni mi china estaba, se
había ido a con la mujer del Efraín y la de Don Segundo a festejar el divorcio
de doña Julia con una reunión de Taper Sex en su casa, y una moza le iba a
llevar unos juguetitos pa’ entretenerse, me había dicho la china toda
contenta.
Es ahí que yo estaba recostado en la pared interminable,
casi infinita de paquetes de yerba que había armado un poco pa’ tapá’ el
viento que siempre se escurre por las rendijas del galpón y otro poco pa’ no
entregarle mercadería a los mayoristas así puedo jugar con la falta de producción y le subo
el precio; y es ahí que me cebaba unos amargos con un chorrito de café al
coñac, pa’ amainá’ el fresquete, junto al Canuto que roncaba de lo lindo a mis pies
enroscado en su cuerpo flacucho, cuando de pronto el perro se levantó como si le
huguieran pinchao el tuje con un alfiler en el sueño y se puso a ladrar como
loco pa’l lado de la puerta.
Al principio le dije que se callara, que no me dejaba escuchar
el chamamé de la radio, pero en cuantito le empezaron a temblequeá’ las patitas
flacas me enderecé, dejé en la mesita el mate y la botella de café al coñac, bajé
el volumen del aparato, me levanté de la silla y desenvainé el facón en la
espalda sin mostrarlo. Entonce’ vimos con el Canuto que se abría la puerta del
galpón, previo chirrido de película de terror, y una sombra medio estirada se
asomó por el marco y encaró pa’ donde estamos nojotro’. Las patitas del Canuto
parecían que se iban a quebrar, por como le temblaban. De golpe algo de su
instinto perruno le injundió coraje y se jue ladrando pa’ la puerta, pero en
cuanto la sombra le rugió el Canuto salió chillando pa’ la casa.
Ya me estaba cansando el suspenso que le ponía la sombra pa´
meterse al galpón, hasta que por fin salió de la puerta un yaguareté enorme caminado
despacio. “Vení, dale, vamo’ a terminar este entuerto de una vez” le dije,
dándome juerza pa’ que no se note el julepe que tenía, mientras me sacaba el
pocho y lo ponía en el brazo izquierdo. El
yaguareté se me acercaba un paso, y yo hacía un paso, él otro y yo lo mismo, parecía
que estábamos por jugar al “pan con queso”. En eso, cuando le iba a pisar su
garra con mi alpargata, el yaguareté hizo una carrera cortita, como si juera Maradona
en un tiro libre, y me saltó con las uñas ajuera como en cámara lenta. Ahí nomá’
le tiré el poncho para taparle la cabeza, pero antes que llegara me hizo una
guirnalda con forma de patitos unidos por sus alas con el poncho, y siguió
tirándose sobre mí. Lo esperé con el facón escondido y cuando estaba listo para
clavárselo en el cuello el yaguarté se dio cuenta, me pegó un zarpazo en la
mano, y me tiró lejos el cuchillo.
Así desarmado como estaba, me arremangué la camisa escocesa,
como si juera Silvestre Estalón en Rocky, me sequé el sudor de la nariz con el
pulgar derecho y le dije: “volvé si te la aguantás, gatito”. Pero el michifús no arrugó y se tiró de nuevo
con las uñas afuera y en cámara lenta. Entonces logré agarrarle las patas
delanteras y con los pies le trabé las patas traseras, y empezamo’ a rodar por
todo el galpón, y salimo’ pa’ juera, y seguimos rodando, pasamos por la calle
principal de Armstrong mientras las gentes veían el espectáculo, y seguimos rodando,
y nos juimo’ pa’l puente Zarate Brazo Largo, y seguimos rodando y nos metimos
en la laguna de San Pedro que estaba fría, y ahí empezamos a volver, rodando
también, y otra vez el puente, la ciudad, hasta que llegamos a la estancia, y
nos metimos con la tranquera abierta, y terminamos en el galpón recontra mareados
los dos. Cuando se nos pasó la calesita,
el yaguareté, se paró en sus patas trasera’ y, todavía agitado, me dijo: “Cholo
Ricardo, yo soy el espíritu de selva misionera y esto es solo una advertencia”.
No entendí qué me quiso decir, así que le pedí que me lo explique de vuelta.
Despue’ de resongar me dijo: “Soy el espíritu de la selva misionera y esto es
solo una advertencia por estar lucrando con el sudor de los hermanos que
trabajan día y noche para cosechar esa yerba que tenés apilada como si fuera un
yenga gigantesco”. Miré hacia las pilas de paquetes y agradecí el cumplido con
la cabeza. “Tenés hasta mañana para hacer que yerba vuelva a las góndolas de
los supermercados chinos, y los almacenes de barrio. De lo contrario”, ahí el
yaguarté se calló y se pasó una garra por la garganta como cortándola. Después
se dio media vuelta, se fue caminando despacio, y yo me desmayé.
Me desperté de golpe con el Canuto durmiendo enroscado a mis
pies. Sobre la mesa estaba la pava de hierro y el mate que todavía humeaba, la
botella de café al coñac, y la radio que tiraba los acordes de un chamamé. Miré los paquetes de yerba apilados a la
perfección hasta llegar al techo, y no vi pasar ni si quiera una mosca. Me
miré; tenía el poncho puesto y sano, y el facón atrás. Me levanté y el Canuto
ni se dio cuenta. Miré de nuevo a donde estaba sentado y vi la botella de café
al coñac vacía, me reí para mis adentros, y entendí todo. Después de un rato, vi
que ya no había lugar donde poner la yerba así me jui a buscar la Toyota y
empecé a cargar solito algunos paquetes de yerba hasta llenar la doble cabina. Me
jui entonces con el Canuto en el asiento de acompañante, y encaramos pa’ la
tranquera. Pero cuando estaba por llegar clavé las guampas y el Canuto salió
volando por el vidrio de adelante. En la tranquera, agazapado, estaba el
yaguareté que me hizo “ojito” con una de sus patas y se fue corriendo.
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