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domingo, 4 de septiembre de 2011

Hasta Chuck Norris se aleja del agujero negro llamado Ricardito Alfonsín



Eran más de las diez de la mañana cuando Chuck Norris sintió la alarma de su reloj pulsera, tirado sobre la mesa del comedor, y con un hilo de baba que le chorreaba de la boca a la mano sobre la que apoyaba la cabeza, y de ahí caía en cascada hasta la madera donde formaba un charquito cristalino que prometía avanzar hasta el borde de la mesa y seguir su camino hasta el piso. Apagó como pudo el sonido insistente de su reloj y pensó entre sueños “cinco minutitos más…cinco minutitos más…”

Estaba agotado, aunque no por eso menos feliz. La noche anterior había salido a emboscar pacochorros que paraban en la esquina del Club de Leones de San Miguel a fumar faso, y se había cargado cinco con patadas giratorias, tres con tomas de yudo y cuatro con nunchako. Con un saldo a favor de tres mandíbulas rotas, dos hombros dislocados, seis muñecas quebradas, y un paralítico, contra tres rasguños en el pómulo izquierdo, que es el que menos le gusta porque está lleno de pozos de cuando tenía pornocos en su adolecencia.

Entre dormido, sintió su baba y se la mandó de un saque para adentro como si estuviera viajando en el 60 de Congreso a Tortuguitas. Pese a esto no lograba despertarse del todo del sueño recurrente en el que se enfrenta a Bruce Lee, como en la película El regreso del Dragón, y donde siempre está a punto de ganarle, pero al final el ponja le arranca los pelos del pecho y lo manda a freir churros con una catarata de patadas voladoras al pecho. Chuck Norris sabía mientras soñaba que ese era el indicio de que algo importante estaba por pasar, como cuando lo habían convocado a hacer Walker Ranger de Texas.

De repente se levantó como si se hubiera quedado torrando en la cama y estuviera a punto de perder el presentismo en el laburo. Intentó mirar fijo el reloj pulsera, pero veía medio borroso, estaba desorientado y le dolía la cien derecha, como si se hubiera dado la cabeza contra la manija de una ventanilla del 148 en un viaje de Varela a Constitu. Cuando se despabiló volvió a mirar su reloj y vio con desconcierto que mostraba un cronómetro descontando el tiempo. Faltaban 15 minutos 28 segundos para que pase algo y él seguía sin darse cuenta.

Miró a su alrededor y vio un desastre sobre la mesa con vasos plásticos por todos lados, una botella de Fernet vacía y una Cunnington Cola Exclusive por la mitad, las paredes empapeladas con afiches del Colorado y Mónica Lopez y cal desparramada por todo el piso. En una visión que duró un destello, menos que la precandidatura del primo de Alejandro Sanz a la presidencia por los radicales, se vio a él mismo pegando los carteles entre risotadas.

Por fin pudo recordar que después de haberse cargado a los pacochorros se había encontrado con pegatineros del Pancho De Narváez y se habían ido a su casa a tomar unos tragos, y que el reloj le indicaba que se tenía que rajar a cumplir otra misión en Libia, ya que la promesa del hijo de Alfonsín de ponerlo como ministro de seguridad estaba más perdida que la dignidad de Lila Downs de Carrio. De pronto una sensación de temor empezó a crecerle adentro como una planta de zapallos anco a la que nadie poda.

En vano quiso caminar porque los pegatineros le habían atado los cordones de sus borcegos y se cayó como una bolsa de papa en el Mercado Central, quedando tendido sobre la mejilla derecha, la que menos pozos de pornocos tenía, con la mitad de la cara blanca de cal. Desde el piso pensó en ir a buscarlos y recagarlos a patadas en el culo, pero no había tiempo, entonces se rió de su situacón y pensó con cierto espíritu derrortista “que bien me la hicieron estos gatos”.

Más rápido que los saltadores de garrocha de Proyecto Sur cayendo sobre el colchón un poco más esponjoso del Frente Progresista, se desató los cordones, se levantó y se limpió la cara. Su temor creció cuando se vió en otro destello caminando con los pegatineros por el pasillo que lleva al cuarto de armas. Se paró frente a la puerta, marcó la clave y después de un ruido a aire comprimido entró. Las luces estaban apagadas, lo que era un buen indicio. Esperó unos segundos por las dudas. Se tapó los ojos con un brazo como si fuera un chico jugando a las escondidas y prendió las luces. Corrió el brazo y miró, era así nomás, los pegatineros lo habían desbalijado. Se habían llevado todo lo que le costó años juntar en las distintas guerras en las que le tocó participar, desde rifles, escopetas, sables, granadas y ametralladoras hasta lanza misiles y las gomeras que les había secuestrado a unos pibitos revoltosos del barrio.

Sentado en el piso y con las piernas cruzadas como si fuera Buda, quizo abstraerse de su bronca y alcanzar un estado zen, pero el el reloj volvió a romperle las pelotas. Solo faltaba un minuto para que lo vinieran a buscar. Fue rápido hasta el ropero para llevarse el bolso con los documentos y pasaportes falsos, pero lo habían despeluchado. Solamente un calzonsillos con agujeros le habían dejado y un cartel que decía “Chuck cagate por boludo. Los pibes del Colorado”, agarró el papel y lo hizo un bollito. Estaba por tirarlo cuando escuchó el ruido del helicoptero; no sabía muy bien por qué pero cada vez que escuchaba ese sonido se acordaba de que lo habían bochado para hacer de protagonista en la serie Lobo del aire, y habían puesto a un perejil a hacer el papel de piloto, de Michael.

Salió corriendo al patio y vio llegar a su nave. Pese a todo pensó que iba a extrañar las calles de tierra, las zapatillas colgadas en los cables de electricidad, el choripán de los domingos, la cara suplicante de los dilers, los tiroteos con pegatineros del PJ, y levantarse trabas en camino de Cintura. No había más tiempo para nostalgias inútiles, era preciso subir a la escalera que le había tendido el helicóptero y que se balanceaba de un lado hacia otro como una especie de Felipe Solá indeciso.

El ruido del helicóptero hizo que se acercaran unos chicos del barrio a curiosear. Chuck Norris los miró mientras subía a la escalera y pensó en estirar la mano y decirles chau a los chiquilines que habían ido a despedirlo, pero se frenó porque no quería parecer un maricón frente a sus compañeros que lo miraban desde arriba. En un instante en el que el tiempo parecía haberse quedado sin pilas, vio con cierto orgullo que los pibes de abajo se alineaban como si fueran un ejercito y levantaban uno de sus brazos. Entonces dejó de lado su prejucio y sacudió la mano, primero timidamente, y luego con vehemencia, mientras los chicos a los que les había quitado las gomeras cargaban sus armas con bulones de acero y apuntaban al bulto. En seguida, las pequeñas manitas soltaron el cuero y Chuck Norris recibió un diluvio de bulones que lo dejaron con más agujeros que a su calzonsillo.

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