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sábado, 4 de junio de 2011

Chuck Norris se suma al tren fantasma de Ricardito


Era mediodía cuando sonó el teléfono. Unos minutos antes Chuck Norris se encontraba en calzoncillos, con sombrero de cowboy y botas tejanas, viendo qué hacer con media zanahoria, dos cebollas y un yogur vencido. Resopló y se dijo a sí mismo que todo muy lindo con los pibes de la revista Cabildo, pero la próxima vez que lo visiten por lo menos van a tener que pagar las cervezas si no quieren ligarse una catarata de patadas al pecho.
Ofuscado, caminó hasta el cuarto de armas, encontró la perilla de la luz y de pronto los paneles del techo se encendieron de dos en dos, hasta cubrir toda la habitación. Apenas entró supo que la ballesta lo estaría esperando en la novena vitrina; la agarró, salió al patio de su casa de San Miguel, en calzones y botas, se puso el arma al hombro y por ahí apareció un gorrión desprevenido que quedó incrustado contra las rejas, con una flecha que le había regalado unos días antes su amigo Aldo.
Exultante, sintió que era un buen momento para escuchar los grandes éxitos de Ricky Maravilla; podía poner veinticinco veces seguidas la canción “La bomba-chita” sin perderle el gusto. Entonces, se puso a desplumar el gorrión en una olla de agua hirviendo, mientras calentaba el aceite y picaba la cebolla con el mismo cuchillo que usó en sus ciento cuarenta películas sobre Vietnam. Cuando ya había trozado el gorrión y estaba poniéndolo con la cebolla y el puré de tomate, escuchó el teléfono en el comedor, bajó la llama y atendió; era el hijo de Alfonsín que tartamudeaba de lo lindo y parecía querer decirle que se sumara a su tren republicano.
Richard le explicó que no quería generar otro mostro de la centro izquierda, como pasó con la Alianza y que los deje al borde de veinte años más de kirchnerismo. Por eso pensaba que lo mejor era tirarse bien a la derecha, y ahí entraba él, el mismísimo Chuck Norris, como ministro de Seguridad. Chuck recordó su reunión con el Pibe Cabeza y su amigo Aldo, pero supo que el Gran Manzanero no llegaría ni a rasguñar el cuarto lugar en octubre. En cambio, el hijo de Alfonsín, con un poco de suerte, si la señora del muerto no se presenta, podría llegar al sillón de Rivadavía y él podría cargarse a todos los pacochorros, rockandchorros, y montoniños argentinos con tal que le dejen usar una de sus ametralladoras.
Estaba escuchando atentamente el monólogo del radical, a la vez que veía por la cortina de la ventana principal que unos pebetes hacían rebotar una pelota embarrada en su vereda, y en eso empezó a sentir que se le quemaba el tuco de gorrión. Apuró el final de la llamada con un “Ok, ok, Richard, quedamos así”, y se fue para la cocina que estaba llena de humo, mientras de fondo sonaba “Cuidado con la Bomba Chita...cuidado con la bomba chita”. Apagó la hornalla, vio al gorrión recontra achicharrado, y se calentó para el carajo. Agarró el mango de la olla, y como si fuera David Galbandian con su raqueta, la reboleó por el piso y de sobre pique le pegó una patada giratoria que la mandó a la casa del vecino.

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