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viernes, 3 de diciembre de 2010

Rodríguez Garqueta pegaría un “giro copernicano y gratuito” a su vida, o casi.


Era un domingo hermoso. Horacito Rodríguez Garqueta se había levantado con la melena enmarañada, pero se sentía tan a gusto con su desfachatez que no se peinó hasta después del desayuno. Cerca de las once de la mañana decidió que tenía ganas de salir a caminar sin rumbo fijo, así que se puso la remera del Principito volando con la bandada de pájaros que le compró a un mantero frente a la Facultad de Filosofía y Letras, cargó en el morral de cuero "El crepúsculo de los ídolos" de Nietzsche, constató que estuvieran los armaditos por si pintaban los pibes de THC, y abrió la puerta de su casa con el equipo de mate preparado.
Garqueta hizo un par de cuadras y al encontrarse con un puesto de diarios no supo si comprar Tiempo Argento, El Pagineta, o Mirandas al sur, hasta que por fin se decidió por el Pagineta al ver que traía un suplemento especial con los 50 años de periodismo de su tocayo, Horacio Vervin Skay. Mientras el canillita le cobraba, chusmeó la portada de los demás matutinos como quien espía al enemigo, y luego se fue leyendo la contratapa.
A poco de andar, pasó frente a un puesto de alquiler gratuito de bicicletas en Retiro y mangueó una con asiento banana y rueditas de apoyo. Exaltadísimo, bajó por Leandro Alem adelantándose a los automóviles con paneles solares en el techo que pasaban a 3 km/h, cruzó Plaza de Mayo haciendo willy, y de golpe se encontró frente al monumento del General Roca, donde Osvaldo Bayer comandaba su demolición. Rodríguez Garqueta se bajó de la bici con un martillo neumático y se prendió a darle duro y parejo a las patas traseras del caballo bajo la mirada atenta y la sonrisa barbuda del historiador.
Subido de nuevo en su bici, agarró por Rivadavia y le pegó derecho hasta Salguero. En la esquina de Potosí hizo una coleada que recibió los aplausos de los muchachos limpiadores de manubrios, que se acercaron para felicitarlo y de paso le lustraron el guardabarros delantero. Horacín les dejó 10 pesos de propina a cada uno y se fue contento por la bicisenda de Potosí. Enseguida se mandó en contramano por Lambaré y estacionó en la vereda de La Tribu porque quería participar del festival de cultura libre, Fábrica de Fallas, y sin preguntarse cómo llegó ahí, Rodríguez Garqueta sacó de su morral una notebook y pidió a los expertos que le instalen el Ubuntu.
Al rato, cayó por el Parque Centenario y un valet-parking con el chaleco amarillo del gobierno porteño le indicó cómo estacionar sobre la parcela gratuita con una franela naranja. Dejó sus zapatillas en el armario gratuito de calzados y atravesó en patas el césped hasta llegar a uno de los tantos molinos de viento gratuitos, emplazados en el Parque, donde enchufó su notebook porque estaba quedándose sin batería. Después fue a sentarse a un banco frente al lago artificial, conectó su computadora portátil a la red Wi-Fi gratuita, y se descargó la discografía completa de Gilberto Gil.
Al mirar hacia la derecha vio a su maestra de primer grado que se acercaba a él con un andar sensual y ligera de ropas. La docente le dio un beso en la frente y se zambullo al agua. Rodríguez Garqueta vio de pronto la cola de sirena de su maestra que nadaba boca arriba, largó la compu y se tiró también, pero al caer el agua se transformó en un mar de adoquines donde se partió la cabeza.
Sobresaltado, con la boca pastosa, la pelada bañada en transpiración y con un chichón que le dejó el respaldo, Horacito Rodríguez Gargueta se despertó confundido, y se sentó en la cama. Miró unos segundos el reloj despertador que marcaba la 01.32 de la madrugada, suspiró aliviado y pensó “chau... qué pesadilla de mierda”, y se tiró a roncar de nuevo.

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