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miércoles, 13 de mayo de 2009

La cara del horror (parte 1)

(Una historia no apta para personas sensibles o impresionables)

Juan R. tiene 65 años, una esposa, dos hijos ya grandes. Vive en Lavallol. Hasta hace dos años trabajaba por las calles de Buenos Aires como afilador. Con su bicicleta acondicionada recorría la ciudad en un grito: “¡Afiladooor, afiladooor!”, acompañado de un silbido reconocible. Tuvo que dejar el laburo por el fantasma de la inseguridad. La gente ya no quería bajar cuando escuchaba el sonido, o el grito. Tenían miedo a que el tipo les robara, se les metiera en el departamento, les comiera la comida de la heladera, los violara. Los temores eran diversos, pero todos apuntaban contra la labor de Juan R. Además, claro, la gente cambia sus cuchillas a cada rato, con esto de tirar y comprar. Incluso hasta se puso de moda la insólita costumbre de regalar cuchillos y cuchillas con mango de hueso, en un estuche de cuero, en una caja de madera. Después de pensarlo un poco, con el consejo de un amigo, Juan R. cambió bicicleta por colectivo y trabaja como vendedor de unas estrafalarias linternas que se enganchan de los libros. Una especie de robot iluminado, que fascina a primera vista a niños y grandes. La verdad es que, aún en esta crisis que nos subyuga, se las sacan de las manos. Las vende a diez pesos porque le resulta menos complicado el tema del cambio y las monedas y todo eso. Pero si quisiera los pondría vender a 15 o 20. Juan R. no quiere abusar. Se sube al colectivo, pega un silbido similar al de sus tiempos de afilador, comienza a sacar del bolso el novedoso producto y la gente ya empieza a levantar sus manos, desde el frente y desde el fondo de la unidad. Lo que se dice, encontró un estupendo nicho de mercado gracias a la importación de los chinos.

(continuará...)

2 comentarios:

El negro Cruel dijo...

viejo puto, soplamela

Juan dijo...

vamos loco, aguante juan